Al comienzo del camino de la Iglesia, María está presente. La vemos en medio de los apóstoles en el cenáculo «implorando con sus ruegos el don del Espíritu»... Aquel primer núcleo de creyentes... era consciente de que Jesús era el hijo de María y que ella era su madre y, como tal,... un testigo singular del misterio de Jesús (REDEMPTORIS MATER, RM, 26).
En la espera de Pentecostés, en el cenáculo, coincide el camino de María con el camino de los apóstoles, que se preparaban para asumir la misión de Jesús con la fuerza del Espíritu Santo que les había sido prometido. Ellos, la mujeres, los hermanos de Jesús y María «perseveraban en la oración» (Hch 1, 13-14). En medio de esa asamblea constituyente de la Iglesia, a María le cabe la función de «ser testigo de Jesús» desde su condición de «madre». «Un testigo singular del misterio de Jesús, de aquel misterio que ante sus ojos se había manifestado y confirmado con la cruz y la resurrección» (RM, 26). «Ella fue para la Iglesia de entonces y de siempre un testigo singular de los años de la infancia de Jesús y de su vida oculta en Nazaret, cuando \" conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón\" » (RM, 26). El testimonio de María dentro de la comunidad de los hermanos avalaba su fe en la encarnación del Hijo de Dios. «La Iglesia, desde el primer momento, miró a María a través de Jesús, como miró a Jesús a través de María» (RM, 26). María era para los primeros creyentes la gran oportunidad de conocer más íntimamente a Jesús. Ella sola era todo un evangelio viviente. María era un acceso privilegiado a Jesús. P or sus ojos había pasado toda su historia. Sus oídos habían escuchado todas sus palabras. Ningún ser humano lo había tenido más cerca de su cuerpo. Si toda su capacidad de maternidad se había agotado en su «hijo único Jesús», toda ella era una palabra permanente sobre Jesús.
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